Más de 1.500.000 personas rechazando la tiranía nacionalista en las calles de Barcelona, con cánticos espontáneos como «¡Puigdemón, a prisión!» y «Som catalans i espanyols!».
Adjuntamos el bello testimonio de un participante de la provincia de Gerona, muy representativo del sentir general. Para evitar represalias, preservamos su anonimato.
CRÓNICA DEL 8 – O (PRIMERA PARTE)
He de confesar que experimenté cierta decepción al llegar a la estación de Figueras. Porque, miren, la semana pasada el punto de inflexión en mi estado de ánimo se había materializado al ver a aquel grupo de 20 o 30 chavales en la Plaza del Ayuntamiento, agitando banderas españolas, cantando lemas diversos con total desinhibición y pintando en el suelo, con un spray, un remedo torpe de bandera rojigualda sobre aquella otra pintada, mucho más sofisticada, que exigía la retirada de la bandera española del balcón del Ayuntamiento. Todo eso fue el martes, el día de la huelga institucional, el día en que una multitud independentista salió a la calle a protestar contra «el Estado opresor». Y todo eso ya lo conté, en aquella crónica-alegato que titulé «El rumor de los desarraigados», con la que pretendía, también, hacer un guiño al ensayo homónimo de Ángel López (ya saben: el rumor de los desarraigados sería la koiné española, lengua común desde el siglo X, lo que actualmente conocemos como «castellano»). Además, la noche del sábado, justo cuando estaba acabando de mirar trenes, combinaciones y recorridos, vi el vídeo de unos chavales —quizás los mismos que el martes— encaramándose a la estatua de Narcís Monturiol, en la entrada de la Rambla de Figueras, y quitando la bandera independentista para colocar la española. Aquello fue otra inyección de moral en vena, como quien dice.
Y les soy sincero: esperaba encontrarme con esos chavales en la estación, me imaginaba acercándome a ellos para decirles eso tan español de que olé sus huevos. Una forma de proximidad. Pero cuando llegué a la estación, a eso de las 8:30, apenas había nadie. Y los que había no parecía que fueran a la manifestación: algún grupo de mujeres magrebíes, un par o tres de chavales en el bar que tenían toda la pinta de haber llegado de fiesta. Salí al andén y seguía sin haber mucha gente. Me esforzaba en recordar lo que me acababan de decir un par de días antes: que los autobuses iban llenos y que la demanda había desbordado todas sus previsiones los últimos días. Además, me fijé en un hombre un poco mayor que yo y en un chaval joven que no sé por qué me dieron la impresión de que quizás iban a la manifestación: uno, en estos tiempos de paranoia, escruta detalles, tasa pálpitos, busca casi desesperado la mirada de complicidad del semejante, quizás para no sentirse tan solo. Y entonces sí, entonces experimenté la primera ráfaga de esperanza del día: había un grupito de unas cuatro o cinco mujeres mayores, de unos 70 u 80 años, que hacían corro, hablando en castellano sobre todo esto que nos está sucediendo. No recuerdo qué dijeron exactamente, pero tuve claro que iban a la manifestación
Me subí al regional, ese tren que tarda dos horas y cuarto en llegar a Barcelona, el tren de los modestos, como una forma, también, de reivindicación, porque si algo tenía que concretarse en aquella manifestación cuya naturaleza aún desconocíamos todos era una rebelión de la gente modesta, la gente expulsada de los cauces institucionales, del relato oficial, durante tantos años, esa Cataluña invisible y silenciosa (silenciada, más bien) que a esas horas estaba cogiendo todo el aire que podía para gritar de una vez que estábamos hartos. Aunque eso no lo sabíamos aún, por más que intuyéramos que algo grande podía estar gestándose. Me senté al lado de la ventanilla y, aunque tenía la intención de leer, estuve casi hasta llegar a Gerona pensando en todo esto que nos está sucediendo, mientras contemplaba la zona del Cap de Creus, la Serra de Rodes, y me convencía de que si algún día me viera obligado a irme de Cataluña echaría mucho de menos aquel paisaje que también forma parte de mí, que me constituye porque es el escenario de fondo de muchas cosas.
Ya estaba yo leyendo cuando llegamos a la estación de Gerona. No presté demasiada atención porque tampoco esperaba nada. Yo he nacido en Gerona. Allí he ido al colegio y a la universidad, por más que pasé casi toda mi infancia y mi primera juventud en Salt. Pero de pronto escuché a un matrimonio mayor que hablaba con el revisor decir: “Ostras, cuánta gente”. Y el revisor sonrió: “Claro, es que hoy es la manifestación en Barcelona”. El vagón en que yo iba se llenó. Eso sí: ninguna bandera, ninguna conversación sobre todo esto que nos está sucediendo, nada de eso, sino el silencio, ese silencio tan tenso como resignado, ese silencio que se ha ido amontonando en muchos de nosotros sobre el fondo de los días. Me animé, es cierto. E informé en las redes sociales. Era un síntoma que en Gerona subiese tanta gente. Lo supe porque, insisto, yo soy de allí.
Seguí leyendo. ¿Y saben qué iba leyendo? El libro “El mito de la secesión”, coordinado por Joaquín Coll y Juan Arza. Era otra forma de reivindicación aquel día, otro símbolo que erigí para mí mismo: el rigor contra el delirio, la razón contra la pura efervescencia sentimental, la frialdad de los datos contra la incandescencia del tópico y el prejuicio. Con esas armas tendremos que dar batalla a todo esto que nos está sucediendo, pensé. A lo largo del día comprobaría que con la razón sola no alcanza, que la emoción es fundamental, bien encauzada, eso sí, con todos los contrapesos posibles. Iba leyendo, digo. Un artículo de Mercè Vilarrubies sobre la inmersión lingüística que constataba lo que ya sabía: que no hay territorio bilingüe en Europa que tenga un sistema educativo monolingüe y que lo más habitual en esos territorios es el sistema de doble línea. Después empecé a leer uno de Alejandro Tercero sobre la gestión de TV3, ese órgano de propaganda cuya potencia ilimitada descubrió Pujol muy pronto. Certifiqué datos que ya había leído antes: que TV3 ha tenido durante muchos años casi el mismo presupuesto que TVE, que su plantilla dobla a la de la principal cadena estatal privada (Tele 5). Y descubrí datos que indignarían al más tibio: los sueldos estratosféricos de sus trabajadores, los 24.000 euros anuales de un conserje. La maquinaria nacionalista dando de comer muy bien a mucha gente. Y después pensé en que todo estaba resultando muy significativo: porque TV3 y el sistema de inmersión lingüística eran dos núcleos prominentes de sentido para entender todo esto que nos está sucediendo.
Y entonces el tren paró en Sant Celoni. Y, como también informé en redes, la cosa por fin se desbordó. Subió muchísima gente. Ahora sí, ataviadas con banderas y camisetas españolas, ocuparon los pasillos de mi vagón y permanecieron de pie hasta Barcelona. Se acabó entonces el silencio. Se sucedieron las conversaciones en voz alta: la punta del iceberg del hastío y el cansancio. Se había roto un dique. En Sant Celoni, donde me casé. En Sant Celoni, donde vivían algunos familiares de mi madre. Qué diferencia de Gerona a Sant Celoni, a pesar de estar separadas por tan pocos quilómetros. Así que en Sant Celoni empezó a adquirir una consistencia real mi esperanza, temerosa y desvaída hasta entonces. En Sant Celoni empecé a intuir que quizás esta vez sí, que quizás esta vez nuestra voz sí que emergería desde ese fondo de silencio donde había estado sepultada durante tanto tiempo.
CRÓNICA DEL 😯 (SEGUNDA PARTE)
(Escribo con una especie de nudo en el estómago ante la inminencia de lo que se nos avecina)
Y en la gente que subió en Sant Celoni enseguida aprecié un reflejo nítido de mí mismo, de mí mismo y de mi gente. Me fijé especialmente en un hombre que estaba de pie en el pasillo, a unos tres o cuatro metros de mi asiento, hablando con esa vehemencia que supura de las palabras eternamente postergadas, con esa rabia que emerge de los márgenes donde habitan los que nunca han tenido voz, allí donde se fragua el despecho. Era un hombre corpulento, de unos cincuenta y tantos años, de voz gruesa, vestido con una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto parte de su torso voluminoso y velludo. Su aspecto y la morfología de su voz me hicieron pensar enseguida: podría ser uno de mis tíos. Insisto: su voz era una supuración. Un dolor largamente callado. Así estuvo hasta que llegamos a Barcelona, encadenando la misma retahíla, repitiendo una y otra vez lo mismo, ese soniquete amplificado de la desesperación: “Estoy hasta las narices de que me digan que soy anticatalán. ¡Anticatalán yo! Fíjate si soy anticatalán que yo a mi hijo le puse Jordi y que cuando fui al registro y lo querían inscribir como Jorge les dije: “No, no, Jorge, no, Jordi, Jordi, en catalán”. Fíjate si soy anticatalán”. Y seguía: “Porque yo he echado a gente de mi casa por decir que todos los españoles son unos hijos de puta. Pero estoy harto, estoy harto, a la que podamos vender la casa nos vamos. Mira, mira lo que le hacen a los niños, les obligan a hablar catalán en el patio, y al que habla en castellano o dice que es español le hacen la vida imposible, mi hijo tuvo que irse a otro centro para sacarse el graduado de la ESO. Y, mira, mis hijos van a ir hoy con la bandera española, pero yo no les he educado en eso, nunca les he dicho qué bandera tenían que llevar ni cómo tenían que sentirse, no como ellos, no como ellos”. Insisto: su voz era una letanía del rencor y del hastío, quizás de la desesperanza. Uno de sus compañeros, más o menos de su misma edad, de aire mucho más flemático, asentía con la cabeza, y de vez en cuando iba diciendo: “Son una secta, son una secta”.
Yo los miraba de reojo. Y notaba de vuelta alguna mirada desconfiada, porque en estos tiempos de paranoia también uno se vuelve mucho más suspicaz, y yo todavía no iba con ningún elemento que me identificase como no independentista. Me dieron ganas de levantarme y decirle que lo comprendía casi hasta el tuétano, que yo también estaba hasta las narices, que trabajaba en Educación y que aquello era un nido de nacionalistas. Pero incluso en estas situaciones me asalta siempre el extraño pudor de sentir que me estoy entrometiendo en una conversación que no me incumbe. Entonces ocurrió algo curioso: cerré el libro que estaba leyendo y lo dejé sobre la bandeja del asiento (recuerden: «El mito de la secesión»). Percibí cómo la mujer que se había sentado a mi lado, también de unos cincuenta años y que había subido con su familia (dos hijas: una adolescente y la otra mayor; el yerno, los nietos), miraba la portada con interés. De pronto me preguntó: “¿Puedo echarle una foto al libro? No lo había visto nunca y parece interesante”. Le dije que claro, cómo no, y entonces, un poco a tientas al principio, intentando sacudirme cierta reserva que siempre tengo para hablar con desconocidos de según qué cosas, les resumí un poco de qué iba el libro.
Me fui animando. Les comenté de manera superficial y un poco atropellada (porque quería decir demasiadas cosas a la vez) el tema de la inmersión lingüística, de TV3, de la manipulación de la Historia, les enseñé gráficos sobre la mentira de las balanzas fiscales. Un chico joven, que yo supuse que era el yerno de la mujer y que iba de pie, me miraba con aquella atención perpleja de los que no entienden muy bien lo que les estás explicando (lo he visto muchas veces en los alumnos). Entonces se dirigió a una de las chicas, la más joven (su cuñada, supongo) y le dijo: “¿Ves, todas esas cosas no las sabemos los que no leemos?”. De nuevo: esa conciencia resignada de los expulsados del sistema educativo y del circuito cultural. La confesión sencilla de un “nadie”. Me dieron ganas de decirle que en sus sinceras palabras había mucha más dignidad que en todos los intelectuales paniaguados del “procés”, pese a sus carreras, sus publicaciones y su docencia en universidades americanas. Pensé en que podía ser cualquiera de mis primos.
Y entonces solté amarras: les dije que era profesor de secundaria, que aquello era un nido, que la administración estaba absolutamente infiltrada de nacionalistas, que en mi centro solo nos oponíamos abiertamente al proceso dos profesores del total de cuarenta y cinco, que había alumnos que se querían largar. Me escuchaban con atención. Vi miradas de reojo en el resto de pasajeros. Ahora era yo quien devolvía la mirada con una cierta veta de suspicacia, a pesar de que veía a muchos pasajeros con banderas. Parece que uno nuca consigue desprenderse de ese temor a decir algo inconveniente, como una rasgo del carácter inscrito a fuego a fuerza de vivir siempre tanteando las palabras y sopesando su conveniencia.
Llegamos a Barcelona. Y estuvimos varios minutos detenidos entre Clot y Paseo de Gracia. Ya de pie, algo impaciente porque el tren llegara (íbamos con retraso y yo había quedado con una gente de aquí del Facebook), me di cuenta de que había una familia justo delante de mí que hablaba entre cuchicheos. Insisto: es la época de la suspicacia, así que empecé a especular. Me pareció ver en sus miradas la misma mirada condescendiente que había recibido tantas veces al expresar mis opiniones. En una mujer percibí una sonrisa entre nerviosa y despectiva, esa blandura en el rostro de quien contempla a “los otros” desde su espacio supuestamente privilegiado. Me empecé a poner nervioso. Empecé a pensar en que habían escuchado todo lo que habíamos hablado y que su expresión no era sino otra muesca de un desprecio de clase largamente conocido (la familia con la que yo había hablado era de origen humilde: lo supe, entre otras cosas, por sus dentaduras, detalle que últimamente he descubierto que es muy revelador).
Pero por fin llegamos a Paseo de Gracia y pudimos bajar del tren. Y entonces ya sí, entonces comprobé que el día iba a ser especial: presencié una muchedumbre de gente que bajaba de los diferentes trenes que acababan de llegar y que iban ataviados de banderas y camisetas españolas, elevando cánticos, gritando lemas, todo en un ambiente de festiva liberación: una marea roja y gualda inundaba los andenes y se desbordaba por las bocas de la estación. No puedo describir la sensación que experimenté al salir a la calle y ver la ciudad teñida de banderas españolas. Ahí estaba lo inimaginable desde siempre: una Barcelona desinhibidamente española. Estuve unos minutos caminando aturdido por las calles, embargado por una mezcla de estupor, de felicidad y de esperanza. Aquello era tan inverosímil que incluso parecía bañado por un halo de irrealidad. Y, así, con esa sensación, de cierta ingravidez, me fui a encontrar con los amigos virtuales con los que había quedado.
CRÓNICA DEL 8-0 (TERCERA PARTE)
Con aquella extraña sensación en el cuerpo, casi como si participara de un escenario de ficción, avancé por las calles de Barcelona en busca de los amigos virtuales con los que había quedado. Recuerdo que en la calle Aragón saqué la bandera española que llevaba en la mochila. Me la até al cuello. Y enseguida me la quité, a pesar de que junto a mí pasaba muchísima gente con banderas. Sería la falta de costumbre. Sería que yo no he sido mucho de banderas. Llevaba otra de la UE en la mochila, que no me atreví a sacar porque era muy grande y no llevaba mástil, así que no sabía dónde colocármela. Al final, la bandera española me la metí de uno de sus extremos en un bolsillo del pantalón y así la llevé prácticamente durante todo el tiempo que duró la manifestación. Y yo sabía por qué llevaba aquella bandera: era una forma de reivindicar los derechos de todos, de defender una idea cívica de la convivencia, era una forma de expresar que allí nos hallábamos nosotros para mostrar que no estábamos dispuestos a dejarnos pisotear por los que blanden banderas esencialistas y excluyentes. Pero me seguía dando cierto pudor atármela al cuello, porque de un tiempo a esta parte había ido vacunándome contra las exhibiciones colectivas de emblemas identitarios (yo sé del peligro de las identidades y del peligro de quedar diluido en la masa y dejarse arrastrar por ella). Quizás tenía que ver con mi excesivo racionalismo para las cuestiones políticas, algo así como si la razón no entendiera de banderas, que siempre se quedan en la superficie de las cosas. O quizás era por el miedo a estar haciendo lo mismo que llevaba cinco años criticando con vehemencia: refugiarme tras el símbolo y la emoción gregaria. Pero no, insisto, aquello era diferente, y, como dije en la anterior crónica, estaba a punto de comprobar que en situaciones límite como la que estamos viviendo, la razón sola no alcanza, hay que imbuirla de una sana emoción. Al fin y al cabo, somos animales simbólicos. Y al fin y al cabo las emociones tienen un papel determinante incluso en la deliberación racional.
Caminaba por la calle Aragón, y al cruzar Pau Claris vi que bajaba una auténtica riada de gente. Fui hacia Llúria, por donde tenía que avanzar hasta la intersección con Caspe: allí había quedado con mis amigos virtuales. Llamé a Manuel G. Pero no había forma de que nos viéramos a pesar de que estábamos a pocos metros (había ya entonces una gran afluencia de gente en todas las calles). Él me daba referencias de edificios y comercios que yo estaba viendo pero no conseguía distinguirlo ni a él ni al grupo de amigos con el que iba. Al final nos vimos. Al final, después de tantas reflexiones compartidas en la esfera virtual, de tantas emociones, pude abrazarlo a él y otros seis o siete amigos y amigas que hasta entonces no había visto en persona. Yo, que soy de natural tímido al principio, me sentí un poco superado por la calidez con la que me recibieron, por la generosidad con la que hablaban de lo que yo escribía en redes. Pensaba, joder, esta gente no me conoce más que a través de mis textos y noto en ellos una mayor cercanía que en muchos de mis compañeros de trabajo. Pensé: joder, esta gente me da las gracias y las gracias se las tengo que dar yo a ellos, que me leen, que me permiten, con su interacción, darle forma a un desahogo que me resulta inviable en el entorno en el que vivo y trabajo. En aquel encuentro, que fue breve porque enseguida nos dispersamos cuando llegamos a Plaza Urquinaona, noté como una corriente larvada de profunda humanidad que era la misma que nos había llevado a encontrarnos en las redes y a confluir en aquella esquina de la calle Caspe para ir juntos a la manifestación. Me supo mal no poder hablar más rato con alguna gente: Inma B., tan sincera y honesta en todo lo que escribe; Julio T., que vino desde Asturias para mostrar que no estamos solos, aunque nos hayamos sentido solos durante tanto tiempo; Esperanza T., que vino desde Aragón a la tierra en la que nació y de la que se fue hace diez años, también para recordarnos que no hemos estado solos nunca, aunque lo haya parecido; Antonio M., a quien por fin puse rostro, porque en su perfil tiene la foto del mismo Pijoaparte con el que a mí me identificaron una vez en el centro en el que trabajo; y J. V. Martí, Paula R., Rodolfo R., el corrosivo Lluís G. Seguro que me dejo alguno.
Llegamos todos juntos a Plaza Urquinaona, pero enseguida nos dispersamos, porque mientras avanzaba la marcha, Manuel G. y yo estuvimos más de una hora hablando parados en el mismo sitio, continuando en persona, y llenándolo de matices, todo aquello de lo que habíamos hablado tantas veces en las redes. Tuve aquella extraña sensación de conocerlo desde siempre a pesar de que era la primera vez que nos veíamos cara a cara. Por allí también nos encontramos con el gran Lluís R., un profesor de Filosofía de secundaria que portaba una bandera republicana. “Aquí cabemos todos”, dijo más o menos, “porque esto es una manifestación a favor de la nación cívica”. Le dije que claro que sí, que tenía toda la razón. Y entonces me empecé a fijar en algo en lo que no había reparado demasiado hasta entonces: la gran cantidad de señeras que había en la manifestación. También algunas europeas. Incluso la republicana de Lluís R. Sí, allí cabía todo el mundo porque la mayoría de los que estábamos allí lo que habíamos ido a reivindicar era una Cataluña diversa, plural, cívica, una Cataluña dentro de una nación moderna que no exige peajes indentitarios a sus ciudadanos, idealmente libres e iguales.
Nos despedimos de Lluís y esperamos un rato a que llegara Leticia V., una excompañera mía de trabajo que me había llamado para decirme que al final sí que había bajado desde Figueras. Allí nos encontramos. Venía con una cara llena de sincera emoción. “Cuánta gente”, repetía, “cuánta gente”, mientras miraba a un lado y al otro. Y me confesó que se había llevado una decepción al venir en tren, porque apenas había visto gente en la estación y durante el trayecto. Pero es que ella había tomado el AVE. Y el AVE no es el tren de mucha de la gente que fue a la manifestación. A pesar de las promociones (porque a mi compañera le salió el viaje de ida y vuelta incluso más barato que a mí). A pesar de que los precios muchas veces son igual de asequibles que los de los trenes de cercanías. Pero nunca es la misma gente la que coge un tren y la que coge el otro. Lo he comprobado las pocas veces que he tomado el AVE en Figueras. Así que allí, en aquella manifestación, había mucha gente modesta, mucha gente que se movía en los medios de transporte más modestos. Eso pensé: que aquella manifestación también era una especie de revolución de la gente sencilla.
Entonces empezamos a bajar por Vía Layetana y quizás allí viví los momentos más emocionantes de la manifestación. Apenas avanzábamos. Apenas podíamos movernos. Pero allí, entre lemas y cánticos, experimenté aquella especie de catarsis colectiva, aquella rebelión de los silentes que de pronto cobran conciencia de su propia voz, de la fuerza de su propia voz. Se cantó de todo, pero hubo un grito que para mí resultó especialmente emblemático, porque de él, de alguna manera, supuraba todo ese dolor y ese hartazgo masticado resignadamente en los márgenes de la Cataluña oficial, de la Cataluña mítica, de la Cataluña privilegiada. Ese hastío que de repente cobraba conciencia de sí mismo y encontraba un inesperado y masivo eco amplificado. Era la liberación, la superación, de un dolor abierto hasta entonces, el dolor del silencio. Y no había forma más expresiva de canalizarlo y trascenderlo que gritar: “después diréis que somos cinco o seis”.
CRÓNICA DEL 8-0 (CUARTA PARTE)
Eran cerca de las tres de la tarde cuando por fin pudimos avanzar con algo más de fluidez por Vía Layetana. Ya nos habíamos despedido de Manuel G., y Leticia, mi excompañera de trabajo, y yo, seguíamos hablando de tantas cosas que se relacionaban con aquello por lo que nos estábamos manifestando. Me dijo que nunca había tenido una bandera española en casa y que aquella que llevaba a modo de capa la había comprado en la estación de Sants, porque, la ocasión era especial y lo merecía, vino a decirme. También me confesó algo que hasta aquel momento ignoraba: “Yo soy hija de militar”, me dijo. “¿Ah, sí?”, respondí con cierta sorpresa. Y entonces me contó algo todavía más significativo, una conversación que había tenido con una compañera mía de trabajo, veterana, a punto de jubilarse, mujer de militar. Me refirió cómo al enterarse de que nuestra compañera era mujer de militar y que prácticamente habían sido vecinos se lo comentó un día en el instituto. Y me reconoció que no esperaba la reacción de nuestra veterana compañera: al parecer miró de reojo a un lado y al otro para comprobar que no hubiera nadie y, en todo momento, al parecer, se la notó incómoda con aquella conversación. “Es una pena”, concluyó Leticia, perfilando un espontáneo gesto de resignación: “tener que andar escondiéndose de esas cosas”.
Al llegar al Paseo Colón Leticia y yo nos despedimos. Su tren salía a las seis y pico de la tarde y yo quería regresar lo antes posible a casa, porque ya iba a llegar más tarde de lo que le había dicho a mi mujer. La llamé. Me dijo que había estado viendo la manifestación por la televisión y que resultaba impresionante. Me preguntó que si había visto el discurso de Vargas Llosa, ella, a la que tantas veces le había hablado del escritor peruano mientras estudiaba su obra durante el Doctorado. Me dijo, riendo, que vaya, que ella creía que incluso igual lo había podido saludar, pero que no siendo así ya no me vería en otra como aquella. Le contesté que nunca se sabía, e inmediatamente le pregunté si habían dicho las cifras por la televisión. Me dijo que nueve mil personas. Le repliqué que no podía ser, que había demasiada gente, que no podíamos movernos. Ella me contestó que igual lo había oído mal, que ya lo volvería a mirar. Nada más colgar el teléfono, porque no tenía demasiada batería, entré en algún periódico digital para contrastar las cifras de afluencia. No eran nueve mil, sino novecientas mil. Ahí empecé a cobrar conciencia de la magnitud de lo que había ocurrido, de la enorme potencia que tenía la voz de los que nunca han tenido voz. Y a pesar de que, mientras subía por las Ramblas, me sentía bastante cansado (demasiadas horas de pie para unas rodillas que me hacen sufrir de vez en cuando), iba pensando en que, quizás, había esperanza, en que era imprescindible encauzar aquella fuerza para recomponer la sociedad catalana, que con los políticos no iba a ser suficiente, sino que iba a tener que ser esa parte de la sociedad civil la que, en el día a día, se desprendiera de los complejos y los miedos y reivindicara una igualdad cuya legitimidad la Cataluña oficial había conseguido pervertir a través de la fórmula de la desacreditación, la invisibilización o el menosprecio.
Allí en las Ramblas iba mirando a un lado y al otro, a las gentes que subían y bajaban, con sus banderas catalanas, españolas, europeas, con esa expresión distendida en el rostro, de festiva liberación, insisto, el rostro que seguramente llevábamos todos. Lo inverosímil hecho de pronto nervio y tendones. Había un chaval con un megáfono: decía, en catalán, según recuerdo, que nadie nos iba a impedir ser catalanes y españoles a la vez, que nadie tenía derecho a usurparnos esa realidad mestiza. Los que estábamos por allí cerca lo aplaudimos efusivamente cuando acabó su discurso. Pasaron por la calzada lateral dos o tres furgones de los Mossos de Esquadra, a los que se les silbó y abucheó. Y entonces no pude dejar de pensar en todos aquellos amigos que tengo dentro del cuerpo y que también están en contra de todo esto que nos está sucediendo, amigos que también se sienten catalanes y españoles, amigos que se han planteado irse de Cataluña porque la situación resulta especialmente espinosa para ellos.
Fui subiendo por Plaza Cataluña, por Paseo de Gracia, en dirección a la estación, donde tenía que sacar el billete de vuelta. Vi que el siguiente tren para Figueras salía a las cuatro y cuarto. Me quedaban más o menos tres cuartos de hora, que aproveché para tomarme un café en el McDonalds, que también estaba abarrotado. Ni siquiera tenía hambre, a pesar de que había pasado toda la mañana con apenas un bocadillo que me había llevado de casa y que me acababa de comer.
Entonces llamé a mi padre, que había ido con un tío mío -un hermano de mi madre-, a la manifestación. A lo largo de la mañana había intentado contactar con ellos, que habían cogido el tren en Gerona una hora antes que yo el de Figueras, pero había sido imposible. Llamé a mi padre y le pregunté si todavía andaban por Barcelona. Me dijo que sí, que iban hacia la estación de Gracia. Le dije que yo acababa de sacar el billete, que salía un media distancia en media hora. Me contestó que ya estaban prácticamente allí, pero que me pasaba a mi tío, que durante unos años vivió en Barcelona, para que le indicara dónde estaba. Le respondí que no hacía falta, que estaba en el McDonalds, justo al lado de la boca de la estación, que ya nos veríamos allí. Aun así intercambié cuatro palabras con mi tío. Me senté en una silla suelta de la terraza del McDonalds y allí me encendí un purito mientras me tomaba el café y contemplaba toda la gente que pasaba para arriba y para abajo, grupos de jóvenes con altavoces a cuestas y el “Viva España” de Manolo Escobar a todo trapo. Algo impensable desde siempre, en pleno Paseo de Gracia. Como una forma de expresar que aquel folklore, que aquella cultura popular también pertenecía a una parte de la sociedad catalana, mucho más heterogénea de lo que nos han querido hacer creer siempre.
Me fui para la estación cuando me acabé de fumar el purito. Volví a llamar a mi padre y le dije que yo ya estaba en el andén. Me respondió que ellos estaban sacando los billetes y que ahora bajaban. Los vi a lo lejos, avanzando por el andén, con una expresión exhausta, sobre todo mi padre, pero a través de ese mismo cansancio que traslucían sus facciones se podía vislumbrar un poso exultante. A mi padre le quedan apenas unos meses para cumplir setenta años. Sufrió y superó un cáncer de vejiga. Padece arterioesclerosis. Tiene días en los que no se encuentra nada bien. No puede caminar demasiado rato, y por eso me dijo, cuando le pregunté dos días antes de la manifestación si iba a ir, que no, que no estaba para esos trotes. Pero al final, a última hora me dijo que iría con mi tío y que cogerían un tren a las siete y media de la mañana en Gerona. Mi tío, que padece una enfermedad crónica desde hace más de veinte años, al que hace veinte años le dieron unos cuantos meses de vida y que ahí sigue, “dando guerra”, como nos prometió entonces. Los dos, mi padre y mi tío, traían en el gesto, mientras los veía acercarse a mí, el mismo peso de la vida, las muescas de una lucha diaria y anónima. Ese tipo de gente estaba en la manifestación del otro día, insisto una vez más: los invisibles.
Los abracé cuando llegaron a mi altura. Los dos sonrieron. Me dijeron que había sido impresionante, que ellos habían bajado por Paseo de Gracia y que tampoco podían moverse. Mi padre me dijo que suerte que no había ido mi madre, que padece cierta claustrofobia, porque incluso él se había agobiado y había tenido que sentarse en el espacio entre dos motos porque no podía aguantar tanto rato de pie. Pero estaba exultante, pese a todo. Y me enseñó su bandera: “mira, la primera bandera española que tengo en mi vida”. Él, que siempre me había contado que en la Transición, cuando estaba afiliado en el sindicato USO, iba con la señera a las manifestaciones, a gritar aquello de: “Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomia”. Tantas veces me ha confesado que nunca imaginó que la cosa derivaría en esto que nos está sucediendo, que quién iba a saber. Y sin embargo…
CRÓNICA DEL 😯 (QUINTA Y ÚLTIMA PARTE)
Allí en el andén de la estación, mientras mi tío, mi padre y yo hablábamos de algunos detalles de la manifestación, un hombre de unos cincuenta años que teníamos al lado, creyendo que hablábamos de la afluencia, aunque no era exactamente así, nos preguntó qué cifra habían dicho por televisión. Le dije que según la Guardia Urbana trescientos y pico mil y según los organizadores, cerca de un millón. Replicó, con una sonrisa desdeñosa, algo así como: «Claro, claro, según la Guardia Urbana hemos sido muy pocos». Eso dio pie a que empezáramos a hablar de otros temas, todos, eso sí, relacionados con esa actitud general que había constatado en casi todas las conversaciones: el hartazgo ante esa gota malaya que ha sido el nacionalismo durante los últimos treinta y pico años. Insisto: muchas veces todo muy sutil, una amalgama de gestos, de miradas, de comentarios envueltos en una pátina de frivolidad, medio en broma medio en serio, todo ese tejido que para el visitante esporádico es muy difícil de detectar, pero que para el que vive aquí adquiere, en ocasiones, una consistencia densa, el mismo tejido que ha llevado a algunos amigos a confesarme, en los últimos tiempos, que les daba reparo hablar a sus hijos en castellano en público, el mismo reparo que yo he sentido en ocasiones. Por poner algún ejemplo.
En un momento de la charla, mi padre le dijo, señalándome: «Es que él vive en territorio comanche». El tipo, de ojos claros e incisivos, volvió a sonreír, de nuevo con el mismo aire suficiente que también perfilaba sus facciones: «Yo también», dijo. Yo puntualicé: «Vivo en el Ampurdán». Y él replicó: «De ahí soy yo también, de Playa de Aro». «Vaya», dije, «yo estuve dando clases allí».
Llegó el tren, y subimos juntos, mi padre, mi tío, el hombre de Playa de Aro y yo. Nos sentamos, mi padre y mi tío juntos y yo con el tipo de Playa de Aro. El hecho de haber asistido a aquella especie de liberación colectiva nos empujó a seguir hablando de forma desinhibida, en voz alta, como si el reparo de siempre hubiera desaparecido definitivamente. Pero no fue así. Porque mientras el tren avanzaba, yo me iba sintiendo cada vez más incómodo con aquella conversación en voz alta. Me dieron ganas de decirle a mi padre y a mi tío que hablaran más bajo, mientras yo iba bajando cada vez más el tono de voz mientras hablaba con el tipo de Playa de Aro. De nuevo irrumpió el estado de suspicacia: me fijé en una pareja muy joven que estaba sentada justo delante de nosotros. Cuchicheaban. Sonreían con aquella mueca despectiva con la que otras veces me había enfrentado ante interlocutores ante los que había cuestionado algunos tópicos o había formulado preguntas incómodas. Él estaba repantigado en su asiento, con esa pose tan característica del pasotismo de los jóvenes, y miraba de reojo, como si aguzara el oído para captar los matices de nuestra conversación. Pero miren cómo es mi estado de suspicacia en estos tiempos: por lo que pude distinguir, ambos hablaban en una lengua eslava, ruso, seguramente, y aun así en ningún momento del trayecto pude sacudirme la incomodidad que me provocaba su presencia.
Seguí hablando con el tipo de Playa de Aro. Me confesó que él no se había callado nunca, que llevaban años llamándole facha, y que le daba igual. Eso sí: había decidido desde hacía tiempo no discutirse con ningún nacionalista, porque era imposible, decía, una pérdida de tiempo. Me confesó, también, que había dejado de verse con amigos con los que había quedado toda la gida, pero que él elegía, y que había llegado a la conclusión de que no merecía la pena relacionarse con gente que tenía según qué ideas. Yo empecé a referirle datos, datos que desmontaban todo el entramado argumentativo del nacionalismo, con aquella ansiedad que me había asaltado también en el viaje de ida: la necesidad de decir demasiadas cosas a la vez, quizás porque aquellos desahogos cara a cara son muy poco frecuentes en mi día a día. El tipo asentía, mirándome con sus ojos claros e incisivos. Después empecé a relatarle algunas anécdotas de la sala de profesores, como aquella broma sobre cómo nos iban a deportar a mi compañero de disidencia y a mí en una Cataluña independiente. O cómo una compañera dijo que no era normal lo que ocurría en nuestro centro, que hubiera dos compañeros no independentistas. También le referí el nivel de vida que tenían muchos de mis compañeros, los que se consideran oprimidos. Me miraba con expresión de asombro, a pesar de que él me había comentado que llevaba años plantándole cara al pensamiento dominante, a pesar de sus facciones curtidas y confiadas. Entonces me miró fijamente, contrajo el ceño, y me dijo: «Oye, tío, tú debes estar pasándolo mal allí metido». Creo que tragué saliva. Y mentí: «Bueno, no creas, estoy acostumbrado». Acto seguido, sin embargo, le dije que estaba harto —me di cuenta de que cada vez hablaba en un tono más bajo—. «Nosotros tenemos la casa en venta: tengo dos hijos y no quiero que crezcan en este ambiente envenenado», le confesé. Me miró de nuevo, con cierta sorpresa. «Yo hace años que la tengo en venta, pero hasta ahora no he podido venderla a buen precio. Cuando se dé el caso, también me largo». Entonces me dijo que también estaba harto, que eran muchos años aguantando, que él solo tenía en Cataluña a su madre y a un hermano, pero que el resto de la familia vivía en el resto de España, y que no tenía tantas cosas que lo ataran aquí, aparte de la hipoteca. Añadió: «Tío, yo quiero poder salir por la puerta de mi casa y sentir que estoy en mi país, poder respirar son normalidad, no sentirme extranjero en mi propia tierra».
Creo que estuvimos un rato en silencio después de aquello, con la mirada en algún lugar indeterminado, quizás replegada sobre nuestra propia conciencia. Él bajó en la estación de Caldes de Malavella. Nos dimos la mano. Él se la estrechó también a mi padre y a mi tío. Nos deseamos suerte, nos despedimos, y en aquel momento, extrañamente, tuve la sensación de que todo lo que había sucedido aquel día era un paréntesis, solo eso, un paréntesis feliz, una especie de espejismo que no iba a tener continuidad. De repente me asaltó una sensación desagradable, como una especie de sombra viscosa. Nos acercábamos a Gerona: la vuelta a la rutina densa, punteada de desconfianzas y de recelos. En Gerona bajaron mi padre y mi tío. Los abracé de nuevo y creo que ellos todavía llevaban en el rostro la alegría de lo inesperado, la satisfacción por haber sido parte de una voz colectiva que se había alzado para decir «basta».
Cuando bajaron, me cambié de asiento para estar al lado de la ventanilla y en dirección a la marcha del tren. Intenté leer otra vez, pero no conseguía concentrarme: estaba procesando demasiadas escenas, demasiadas conversaciones o retazos de conversaciones, demasiados gestos. Me fui fijando en los edificios, primero de Gerona y después de Figueras: el paisaje de nuevo se llenaba de “esteladas» y esa era la constatación de algo doloroso: la constatación de una fractura abierta, casi abismal, quizás irreconciliable. Habíamos salido para demostrar que existía otra Cataluña, una Cataluña paralela, tan alejada de la imagen oficial. Pero eso, de alguna manera, no hacía sino constatar que existen dos universos demasiado alejados, dos universos para los que quizás ya no existan puentes.
El tren llegó a Figueras. Y todavía me quedaba por ver una imagen cargada de simbolismo: un chico más o menos de mi edad, sentado delante de mí, abrió su mochila para guardar algunas cosas. De su interior asomaba una bandera española. También había estado en la manifestación. Como yo, que también había guardado mi bandera nada más subir al tren. Volvíamos a territorio comanche. Y seguía siendo prudente no significarse demasiado.