Ante la pared blanca (frente al totalitarismo catalanista) #FélixOvejero #Tabarnia

Habrá que recordarlo algún día. Sucedió en España, en una comunidad autónoma rica, cuyas élites sociales colaboraron en la victoria de Franco y se beneficiaron de su dictadura. Allí se excluyó al español, la lengua común y ampliamente mayoritaria de los catalanes, de todas las instituciones públicas y servicios sociales, incluida la educación primaria; se discriminó a los ciudadanos españoles en el acceso a las posiciones laborales; las instituciones borraron toda huella de los símbolos comunes, sustituidos por otros de partido y de desacato a la Constitución; los cargos políticos se pusieron a las órdenes de perseguidos de la justicia, otorgando cobijo presupuestario a condenados en firme; se enviaron informadores a los colegios para descubrir a los chiquillos que hablaban español, su lengua materna, en los recreos; se convirtió a los medios de comunicación públicos en instrumentos de agitación y propaganda, dando voz a terroristas y despreciando a las víctimas; se amparó y promocionó a policías contrarios al orden constitucional; se honró a delincuentes insertos en tramas criminales y se consideró como guías intelectuales y líderes políticos a racistas explícitos. Pueden completar la lista con solo abrir el periódico del día que lean estas líneas. Pues bien, esa comunidad autónoma se presentó ante el mundo como oprimida por el estado central, económicamente explotada y culturalmente despreciada. Y la izquierda dijo que tenía razón.

Julio Valdeón_separatistas-ante-los-ropones_julio-valdeon_201910181021 (portada)

Sí, todo eso pasó ante nuestros ojos. Y, con todo, no fue lo más extraordinario ni lo más vergonzoso. Lo sorprendente es que, mientras pasaba, a muchos les parecía normal. Mientras pasaba, mientras se gestaba y más tarde, hasta ahora mismo, cuando todo eso sigue sucediendo. El proyecto de levantar una frontera, de romper una comunidad democrática, de convertir en extranjeros a conciudadanos, de expulsarlos de su propio país, de dejar de decidir y redistribuir con ellos, se describió como una causa política noble, justificada moralmente. Se reclamó comprensión e impunidad para las ideas más sombrías, aquellas contra las que se ha construido lo mejor de nuestra civilización, esa que procede de la razón ilustrada y de la realización consecuente del ideal de ciudadanía. Toda esa podredumbre moral encontró sus más firmes avalistas entre aquellos llamados naturalmente a combatirlas: la izquierda. Sí, en la izquierda. La izquierda, que con luchas y razones impuso sus mejores ideas (el sufragio universal, la plena ciudadanía como garantía de la libertad frente a los poderes despóticos, el compromiso mutuo en la defensa de derechos y libertades (Marx), esas ideas originalmente suyas que eran ahora ideas de todos, parecía empeñada en socavar el paisaje moral compartido levantado a partir de sus convicciones. La izquierda, que había nacido en contra de los privilegios de sangre, se entregaba ahora a los privilegios de identidad. Su superioridad moral al servicio de la miseria moral.

Esa era la vergüenza. Peor que el desvarío, la reacción ante el desvarío. El silencio y la comprensión de quienes estaban llamados a combatirlo. No solo el silencio, sino el aplauso. Y a la cabeza, una legión de opinadores que naturalizaron el despropósito, que se pusieron a su servicio distribuyendo su andamiaje intelectual. Recuerden aquel “Rajoy no quiere dialogar”, el mismo Rajoy al que faltó tiempo para lanzarse agradecido, casi servil, al teléfono cuando unos majaderos -periodistas, según parece– llamaron al Palacio de la Moncloa haciéndose pasar por Puigdemont. El diálogo, la primera mentira. Pero no la única: el encaje, la comodidad, la diversidad, la judicialización de la política, la discriminación, la falta de reconocimiento, etc. Daría para un volumen el inventario de la chatarra con la que traficaban a diario a sabiendas de su vaciedad, porque no me cabe en la cabeza que fueran tan imbéciles. Ellos fueron los principales recaderos a la hora de distribuir en nuestro ecosistema cultural la mentira fundante con la que el nacionalismo ha corrompido nuestra imagen de nosotros mismos: España es el franquismo. Una mentira que ahora aspiran a convertir en memoria histórica con sello oficial.

Las consecuencias de esa elección de perspectiva son de una gravedad extraordinaria para nuestra salud democrática. Permítanme una pequeña historia personal de cuando Ciudadanos se presentó a las primeras elecciones. La noche del 1 de noviembre del 2006, conocidos ya los resultados electorales, quienes habíamos tenido algo que ver con aquel proyecto político acudimos al hotel Calderón a celebrar el éxito electoral de los tres diputados de la recién nacida formación, despreciada durante toda la campaña por los medios de comunicación catalanes atendiendo a las instrucciones del gobierno de la Generalitat. Cuando me acercaba a la puerta, una mujer mayor de condición humilde, creo recordar que trabajaba de limpiadora en un hospital, se echó en mis brazos, llorando, mientras repetía una y otra vez: “Gracias, gracias, yo creía que estaba loca, yo creía que estaba loca”. Me costó contener las lágrimas. Aquello había valido la pena, aunque solo fuera por el elemental derecho de inspiración republicana a decir “no” sin temor a las represalias, a no estar sometidos a la voluntad arbitraria de los poderosos.
Mucha gente debe explicaciones a aquella mujer. En las peores condiciones, en soledad y sin apenas herramientas, ella mostraba que era posible mantener el temple moral. Se había atrevido a mirar de frente una realidad obscena y a denunciarla, mientras los comprometidos de oficio con la verdad callaban o marcaban a quienes se comportaron como ella, como sucedía en tantos lugares, comenzando por la enseñanza media. Contra medio siglo de resultados de psicología social, esa mujer fue capaz de decir que aquello no era normal y, ante una pared blanca, proclamar en voz alta que la pared era blanca, por más que a su alrededor todos dijeran que la pared era verde y la señalaran por recordar que la pared era blanca.

La pared era blanca y la sociedad catalana estaba enferma. Una enfermedad que contagió a toda España. La gran victoria del nacionalismo sobre España: degradar la democracia. Sí, según confirman distintos y fiables indicadores, nuestra democracia es de lo mejor que se puede encontrar por el mundo. Pero uno no puede dejar de pensar, siempre y en todo, en lo que podría haber sido, en cuánto mejor nos habría ido a todos sin el virus nacionalista. Un virus que desarrollaron unos, los nacionalistas, pero que alimentamos todos dando por buena otra de sus mercancías estropeadas, racista sin paliativos: la superioridad de la sociedad catalana. El mito, la mentira, de la excelencia catalana, jugó a favor de la propagación de un prestigio sostenido en la ficción: la miseria presentada como excelencia. ¡El oasis!, recuerdan, ¡el oasis! Ahora ya conocemos las entretelas del oasis: la corrupción y la intimidación, los procedimientos habituales de las tramas criminales. Con una novedad: en el poder político e impartiendo lecciones de moralidad. Recuerden al jefe de la banda, al intocable, al todavía intocado: “De ética hablaremos nosotros, no ellos”.

Y ellos, nosotros, los españoles, callamos y aplaudimos. Porque en muchas partes de España, en las mejores condiciones democráticas y sin coacciones, muchos se empeñaron en decir que la pared era verde. No solo eso: calificaron como provocadores a quienes como aquella mujer insistían en que la pared era blanca y, con ella, a sus conciudadanos catalanes que defendían sus derechos como españoles en su país. Estos, comprometidos con la democracia de todos, eran el peligro.

Habrá que recordar todo eso. Pero para poder recordarlo necesitaremos saber qué fue lo que realmente sucedió, disponer de crónicas fiables de los tiempos sombríos. No resultará fácil, porque, como decía, a la realidad sórdida se superpuso el relato obsceno, el encubrimiento cómplice. Habrá que recuperar lo que nos contaron quienes no quisieron negociar el compromiso con la verdad. Y tendrá que ser en los márgenes del periodismo, del ensayo y de la historiografía, en libros que rara vez se encuentran en los aeropuertos, las grandes superficies o las librerías exquisitas. Porque los otros estaban del lado del poder. Callados, aplaudiendo, señalando.

Estoy seguro de que llegado el momento de recordar merecerán especial atención las crónicas de la fase oral del juicio a los responsables de los sucesos que culminan en la declaración unilateral de independencia de Cataluña de Octubre del 2017. Aquellos días los españoles pudimos comprobar la exacta altura moral e intelectual de la elogiada clase política catalana, sus balbuceos, sus excusas de adolescentes, su inflada palabrería, su falta de coraje y de sensibilidad democrática, sus razonamientos escacharrados. El enajenado producto humano capaz de triunfar en un entorno político contaminado, donde la libertad y la razón no podían sobrevivir. Sí, todo eso estaba allí. Y los españoles lo pudieron ver desde sus casas. Como también pudieron ver a un Estado democrático en marcha, donde, con todas las garantías procesales, la ley, que encarna la razón democrática, los argumentos de todos, mostraba su fuerza pedagógica.

Sí, allí estaba todo. Pero había que contarlo. La tarea, en principio sencilla, no lo era tanto. Después de mucho tiempo viviendo en el delirio, hacía falta recuperar el instinto moral, porque a fuerza de dar por buena la ficción, se nos había relajado la musculatura ética, y la pulcritud informativa, conocer al detalle la urdimbre de una mentira aceptada por todos, recorrer los hilos de la verdadera historia, la trastienda del relumbrón.

Entre los pocos que lo hicieron con decencia y afán de verdad está [Julio Valdeón, autor del libro Separatistas ante los ropones: crónica de un juicio (Bilbao: Deusto, 2019)]. Léanlo con atención. Casi les pediría que lo memoricen. Porque, me temo, volverá el tiempo de las mentiras, de los silencios y las complicidades. Cuando eso suceda se hará necesario recordar una y otra vez la gravedad de lo que sucedió en los días de la vergüenza y el oprobio, en los tiempos más sombríos de nuestra digna democracia cuando nos quisieron convencer de que la pared no era blanca. Está vez estaremos menos desamparados gracias a [libros como él].

[A manera de Prólogo al libro mencionado]

 

Epílogo Jurídico (por el letrado Alejando Molina «Ango»)

Desde antes incluso de la presentación misma de la querella que dio lugar a la incoación y posterior sustanciación del mal llamado juicio del procés, hizo fortuna una crítica a la actuación jurisdiccional que por extendida no deja de revelar la profunda incomprensión por gran parte de la clase política y de los creadores de opinión del funcionamiento básico de cualquier Estado de Derecho.

Estoy refiriéndome al reproche que recae sobre la actuación jurisdiccional -y sobre el proceso penal mismo- por su inutilidad para resolver el conflicto político-institucional que ha supuesto para la democracia española la ejecución de los hechos e iniciativas del procés, e incluso la inadecuación del ejercicio de la función jurisdiccional para dar respuesta política a las reivindicaciones de parte de la ciudadanía catalana. Se nos dice así que los conflictos políticos no deben judicializarse y que a los comportamientos políticos corresponde —desde el Estado se entiende— una respuesta política, no jurídica ni judicial.

No hace falta recurrir a Locke, Montesquieu, Mohl ni Kelsen: si en el planteamiento enunciado arriba se cambian la política por la gastronomía, los políticos por los cocineros, los ciudadanos por los clientes, y los tribunales por los controles de seguridad alimentaria, ya tienen el cuadro completo: evidentemente que la alta cocina no mejorará por sancionar a los cocineros que intoxican a sus clientes al incumplir las normas de higiene y seguridad alimentaria, pero los controles sanitarios no están para que hasta la última taberna obtenga una estrella Michelin, sino para prevenir envenenamientos, aun los que se producen en nombre de la gastronomía. Del mismo modo, los Tribunales no están para atender ni regularizar demandas o comportamientos que desborden las reglas del juego democrático —ni aún en nombre de la política o la democracia— sino para garantizar que esas reglas se cumplen por todos los que a él concurren.

Y es que el Derecho para el representante político no es una opción, no es una más de las herramientas entre las que puede elegir para la consecución de sus objetivos, sino que es el cauce por el que su actuación ha de discurrir y a su vez su linde; que cuando se transgrede da lugar a la respuesta legal y judicial, que no busca proveerle de un nuevo cauce a la medida, sino reconducir aquella actuación al suyo natural. Es al legislador —ordinario o constituyente—, y no al juzgador, al que le corresponde habilitar los nuevos cauces que la sociedad en su caso demande.

Así las cosas, de la Sentencia por los hechos enjuiciados del procés no cabía esperar ninguna respuesta a ningún anhelo político, salvo que, como ocurre con sus protagonistas, se pretendiera una plena absolución instrumental como respuesta política a la supuesta legitimidad de sus comportamientos y reivindicaciones. En puridad democrática, la celebración del juicio y el dictado de su sentencia ya colma la función y fin del Estado de Derecho, cuyo designio no es el castigo -más o menos severo- de quien lo ataca en el ejercicio de un poder político, sino su sometimiento con plenas garantías a la jurisdicción ordinaria, como cualquier otro ciudadano. Un Estado de Derecho que permite a aquellos protagonistas no militar ni compartir los principios constitucionales y aún combatirlos e impugnarlos, pero siempre que en dicha impugnación y combate no incurran en ilicitud ni delito, de ahí que arriba apuntara que la Causa Especial 20907/2017 ha sido mal llamada el juicio del procés; porque si por procés entendemos el conjunto de iniciativas y actuaciones políticas acometidas por determinados poderes públicos, partidos e instituciones catalanas al objeto de declarar la independencia de Cataluña, lo cierto es que no se han enjuiciado, de todas aquellas iniciativas y actuaciones, más que las que, desbordando el marco constitucional, resultaban, además, ser —a juicio del instructor y las acusaciones— conductas típicas contempladas por el Código Penal. Ese es pues el verdadero y relevante desenlace del juicio por los hechos del procés: la constatación práctica y pública del imperio de la ley, la igualación ciudadana de unos representantes públicos exigiéndoles responsabilidad por sus hechos ante un Tribunal y a la vista de todos.

En un juicio oral en el que se han practicado las declaraciones de doce procesados, el examen de cerca de quinientos testigos y decenas de peritos a lo largo de cincuenta y dos sesiones, es difícil elegir un episodio concreto, sintético, de escenificación de aquel desenlace de constatación práctica y pública del imperio de la ley. Pero si hubiera que elegir uno, quizá sea aquel en que, ante la enésima invocación por un testigo del extendido sintagma vacío de que sólo cumpliría la norma procesal (la que le obligaba a contestar a todas las acusaciones y a hacerlo en castellano) «por imperativo legal», el Presidente del Tribunal le ilustró: —“Muy bien; pero fíjese que todo lo que está pasando aquí es por imperativo legal, todos estamos aquí por imperativo legal. Aquí todo está reglado desde el primer día, hasta el lugar donde usted se sienta».

Y es que, si de algo ha servido el juicio por los hechos del procés, es el haberse erigido ante la opinión pública —gracias a una publicidad sin precedentes, materializada en su íntegra retransmisión en directo— en un excelente ejercicio de pedagogía democrática, o, como certerísimamente evoca Valdeón, en la plasmación práctica del binomio de pedagogía y ley. Porque, como escribe Aristóteles, en ocasiones, el razonamiento y la instrucción no tienen fuerza para conducir los hábitos; y cuando la pasión no parece ceder ante la razón, solamente queda la fuerza; que ha de ser racional y ha de ser exterior: la que viene establecida en la ley como “la razón sin deseo”, de ahí el atribuir a la ley —también con Platón— una función ontológicamente educadora a través de la persuasión y el castigo.

Es por ello que el corolario que late ágil, caliente y vigoroso en las crónicas de Julio Valdeón, es el de la confrontación y derrota de una élite política y una sociedad por ésta representada, renuentes durante décadas a acatar los principios revolucionarios ilustrados de legalidad e igualdad en su condición de ciudadanos comunes, sometidos —como todos— al imperio de la ley. Una élite confusa y pasmada de que pudiera ser enfrentada a las reglas de convivencia compartidas, y que aún en su trámite procesal de última palabra se empecinaba en su aspiración última: la de que a ellos no se les aplicara la ley, permanecer impunes e inmunes a la regla de convivencia común. Porque si algo ha caracterizado —y sigue caracterizando— a los actores del procés es creerse ontológicamente al margen de la reglas comunes; inmunes no por lo que hicieron, sino por quiénes son, lo que les lleva a su vez a desacatar aquellas reglas por razón de su origen, pretendiéndolas falsariamente extrañas o impuestas; como si ellos mismos, los partidos en que militan (presentes en las Cortes) y los ciudadanos que representan no hubieran sido partícipes en algún momento en su aprobación, ya estemos hablando de la Constitución o del propio Código Penal. “Política” y “diálogo” invocaban como escudo frente a la ley; como si la ley no fuera otra cosa que el producto de un diálogo político previo, reglado y entre actores legitimados democráticamente; el diálogo parlamentario —valga el pleonasmo— que fructifica en el acuerdo que se plasma en la norma; la que precisamente quieren ignorar despreciando justamente un diálogo previo y anterior.

A esta confrontación de los implicados en los hechos del procés y de la sociedad que representan —encarnada en el juicio en la multitud de testigos de parte ideológicamente posicionados— con la vigencia y universalidad de la norma común, se ha de añadir su maravillada constatación de que dicha norma se imponga coercitivamente a las voluntades rebeldes a su cumplimiento. Esta capacidad de abstraerse de tan básico principio civilizatorio es digna de mención, al punto que, tan contagiada estaba parte de la opinión pública de que la norma basa su eficacia en el consenso del obligado a su cumplimiento, que una de las estrategias mediáticas de las defensas fue tratar de mutar el objeto del enjuiciamiento sustituyendo los hechos de los encausados por la respuesta coercitiva del Estado para su evitación y persecución.

Baste recordar en las semanas previas a los hechos de octubre de 2017 a un retador Puigdemont preguntándole retóricamente en los medios al entonces Presidente del Gobierno si pensaba “usar la fuerza” para impedir el anunciado y luego consumado referéndum ilegal. Como si el Derecho no fuera otra cosa que la fuerza amparada y contemplada en las reglas de la convivencia; o, en otras palabras, el pacto que determina quién en un conflicto puede usar la fuerza y cuánta, por más que lo sea legitimada por la razón. Es por ello que la Justicia y el Derecho mismo se representan de antiguo con la alegoría iconográfica de una figura ciega de cuya mano pende una balanza, mientras que en la otra blande una espada, pues, como Ihering nos enseñó, la espada sin la balanza es la fuerza bruta mientras la balanza sin la espada no es más que pura entelequia.

Se ha hablado mucho de un pecado de disonancia cognitiva del separatismo, que, anclado en una realidad paralela, no deja de estirarla tácticamente para mantener viva la adhesión de sus bases. Porque tras los hechos de octubre de 2017, qué creían que iba a ocurrir, ¿Que un Estado capaz de encarcelar al mismísimo cuñado del Rey —en cuyo nombre se imparte Justicia y se dictan las sentencias— iba a hincar la rodilla ante ellos dejando de adoptar medidas porque estando ya incriminados se presentaron a unas elecciones? No es pues un factor a despreciar para explicar su gesticulante contrariedad ante la respuesta del Estado la constante infravaloración propagandística que de la democracia española ha hecho el separatismo desde su engreída atalaya de supremacismo.

Con la propia celebración del juicio por los hechos del procés, queda colmada en definitiva la función y fin del Estado democrático de Derecho, pero está aún por ver que la función pedagógica que arriba se evocaba haya producido su efecto, no ya en los encausados ni en sus supporters políticos, sino también en quien habrá de “gestionar el resultado” del procedimiento y en el conjunto de la sociedad española. Pero esa es otra historia, aún por escribir.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s