#RentaBásica: no todo es #bolivariano #FelixOvejero

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El primer artículo en España sobre la renta básica apareció en 1986 en la revista Mientras tanto. Lo recuerdo bien porque se tradujo a iniciativa mía. Su autor, Philippe van Parijs, presentaba la propuesta como una «vía capitalista al comunismo». El énfasis recaía en la primera parte, manifiestamente heterodoxa con la dogmática marxista, según la cual el socialismo era una estación de paso obligada hacia el comunismo. Con el tiempo, Van Parijs abandonó sus juveniles referencias al comunismo y cuando doce años más tarde en un denso libro, Libertad real para todos, presentó una argumentada defensa de la renta básica lo subtituló: Qué puede justificar al capitalismo (si hay algo que pueda hacerlo). La renta básica era compatible con el mercado. En las primeras líneas exponía los dos supuestos que sostenían su argumentación: “Uno: nuestras sociedades capitalistas están repletas de desigualdades inaceptables. Dos: la libertad debe tener una importancia primordial para todos”. En su elaborada argumentación Van Parijs se proponía demostrar que no hay incompatibilidad entre esas dos convicciones y, más en general, fundamentar el ideal de una sociedad libre: “el liberalismo auténtico o la libertad real para todos”. Para remachar el sentido liberal de su propuesta, el autor eligió como cubierta del libro la fotografía de un surfista: cada uno podía disponer como quisiera de su renta básica. Ni sombra de paternalismo estatal. No era un ingreso finalista, se podía gastar en libros o en vino, ni estaba vinculado a ninguna decisión acerca de qué quería hacer cada cual con su vida.

El recorrido anterior encuentra su justificación a cuenta de las filiaciones “bolivarianas” atribuidas a la propuesta del ingreso mínimo vital del gobierno. Una atribución ciertamente precipitada, a no ser que queramos conceder simpatías bolivarianas a Trump y a su iniciativa de entregar 1.000 dólares a millones de estadounidenses o a Bolsonaro y su renta básica de emergencia de 600 reales al mes, que puede llegar a 130 millones de brasileños. Hasta donde se me alcanza, más allá de su habitual fanfarria retórica, la propuesta de Podemos, en cualquiera de sus interpretaciones, anda más cerca de estas peculiares afinidades que de la renta básica. Y si quieren buscar filiaciones más lúcidas, también guarda algún parentesco con propuestas de dos grandes entusiastas del mercado, cabezas privilegiadas, como Friedman o el mismísimo Hayek, quien defendió, con su habitual inteligencia, que el Estado debía asegurar «un ingreso mínimo para todos o una suerte de suelo por debajo del cual nadie podría caer cuando uno mismo no puede proporcionárselo”. Sí, los caminos del señor.

La renta básica es otra cosa. Es incondicional. Eso, entre otras cosas, significa que es universal: la reciben todos, ricos y pobres, parados y empleados, jóvenes y viejos. Tanto si uno ha contribuido al producto social como si no. Y no se destina a las familias, sino a los ciudadanos. No es una novedad. Sucede con muchos bienes públicos, que estaban en el mundo antes de que llegáramos nosotros. Sin ir más lejos, sucede con el Estado de derecho y las libertades. Y es que es ese el terreno en el que se ha de entender la renta básica: el de la libertad. Esa es su más vertebrada justificación: para poder decir que “no”; para evitar el sometimiento a la “jurisdicción del hambre”, que diría Cervantes. Por eso no solo es incondicional, sino que debe serlo.

Por supuesto, también se puede entender como un modo de mitigar las formas extremas de pobreza. Con ciertas ventajas respecto a otras prestaciones a las que sustituye: simplifica y abarata las intervenciones, ni fraudes ni burocracias ni trabajosas monitorizaciones; elimina incentivos (perversos) a las conductas parasitarias, la trampa de las ayudas sociales; desdramatiza la flexibilidad del mercado de trabajo y mejora su eficiencia; desaparece la tentación (el trade-off) de dejar de trabajar para cobrar el paro; disipa las incívicas tramas de la discrecionalidad o el clientelismo del pan y circo. Tampoco cabe ignorar sus problemas, entre ellos el de su financiación, que no es cosa menor. Sobre todo en estos tiempos.

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Sánchez, casi tan mal como Trump y Johnson en un estudio de Oxford #CoVid-19

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Encuentro de Donald Trump y Pedro Sánchez

Un estudio de la Universidad de Oxford sobre medidas gubernamentales de contención del coronavirus CoVid-19 evalúa que España es una de las naciones cuyas autoridades peor han reaccionado. En el pleno extraordinario del Congreso del pasado jueves, Pedro Sánchez mencionó dicho estudio con triunfalismo, para felicitarse por su gestión de la crisis. Sin embargo, el tono jactancioso del Presidente del Gobierno obedece, irónicamente, a una mala traducción de sus asesores: en realidad, por el contrario, el estudio registra que la respuesta de España en los primeros días fue muy insuficiente, con una puntuación de apenas 20 sobre 100. Puntuación que, de hecho, deja al gobierno Sánchez al nivel del británico de Boris Johnson y el estadounidense de Donald Trump, los dos más criticados por su lenta y prácticamente irrelevante reacción al coronavirus.

El análisis de la prestigiosa universidad deplora la gestión gubernamental en los primeros días de la pandemia, los de la fase de expansión que causaron que España sea la nación, no sólo de Europa, sino de todo el mundo, con más muertos por millón de habitantes: 352, incluso más que los 322 de Italia, y muy por encima de los 212 de Francia y los 145 del Reino Unido.

«Restrictividad» de las medidas gubernamentales

El estudio de Oxford evalúa la restrictividad, severidad o, si se prefiere, dureza (stringency, en inglés) de las políticas públicas para contener la pandemia, como ilustran, en la actualidad, todo un país confinado y la suspensión sine die de la mayor parte de sus actividades económicas, culturales, recreativas, etc., sin implicar con ello «eficacia», que es un parámetro distinto que se mide en salud pública en términos de morbilidad y, sobre todo, mortalidad.

La escala de «restrictividad» se construye como un índice con datos recolectados por un equipo de 92 expertos de la Blavatnik School of Government de la Universidad de Oxford. Los datos registran y ponderan siete criterios específicos: el cierre de centros educativos, el cierre de centros de trabajo, la cancelación de eventos, las restricciones al transporte público, las campañas de información pública, las restricciones de la movilidad interior del país, y la restricción de los viajes internacionales.

Con arreglo a estos criterios, España recibe 90 sobre 100 en el periodo actual, pero apenas 20 puntos en el vital periodo de despegue de la pandemia. En las primeras semanas de marzo las medidas de España para contener la expansión del SARS-CoV-2 se equiparaban con el laissez faire de Estados Unidos y Reino Unido.

El Gobierno Sánchez no llega al 20 sobre 100, al nivel de Trump y Johnson

El grupo de naciones entre las que se incluía España en Marzo puntuaba por debajo de 20 sobre 100 en relación a la «restrictividad» de sus políticas gubernamentales. A Francia, que en esas fechas sufría un escenario epidémico similar al de España, la califica cerca de 50 y a Italia, por encima de 60.

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Restrictividad de España en los primeros días de la crisis (Hale et al., 2020).

Sánchez comparte su pésima calificación con Boris Johnson quien, pese a que los científicos le advirtieron del enorme número de muertos que ello causaría, con prácticamente el mismo número de infectados esos días que España, anunció que no tomaría medidas restrictivas para así salvar su economía. El primer ministro británico asumió como «tolerables» las previstas muertes masivas. Hoy el Reino Unido suma 78.991 infectados y 9.875 fallecidos.

Sánchez también se aproxima a Donald Trump, quien, al inicio de la crisis, advirtió que el virus estaba «controlado» en Estados Unidos y que «cuando haga un poco más de calor, desaparecerá milagrosamente«. Ahora es la nación con más casos registrados: 524.242 infectados y 20.223 difuntos, aunque todavía muy distanciado de España en términos relativos, pues el tamaño de su población es más de seis veces el de España.

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